Era un martes cualquiera, o al menos eso creía. La noche se había abalanzado con una oscuridad amenazante y el silencio denso pesaba como una premonición en el aire. Me hallaba sentado en una silla de madera carcomida, flanqueado por un grupo de amigos expectantes, listos para escuchar una historia. Pero nunca imaginé que lo que iba a contar me arrastraría hacia un abismo sin retorno, dejando mi vida irreparablemente cambiada.
El recuerdo del día en que nos mudamos a esa casa en Capital todavía permanece fresco en mi mente. Era un chalet antiguo, de esos que tienen un encanto misterioso y decadente. Al entrar, la madera del piso crujía bajo nuestros pies, como si tuviera vida propia. El aire estaba cargado con un aroma a humedad, tan penetrante que resultaba imposible ignorarlo. Pero lo que más llamó mi atención fue el altillo, un espacio en la parte superior de la casa que desde el primer momento sentí que guardaba secretos oscuros y antiguos. Un lugar que despertaba mi curiosidad pero también cierta inquietud.
El altillo era un lugar de encanto intemporal, con dos habitaciones que parecían haber sido congeladas en el tiempo. La única manera de acceder a él era subiendo por una estrecha escalera que se iniciaba en la cocina. Mis padres, sin siquiera sospecharlo, nos habían llevado a un refugio deliciosamente misterioso.
Mi hermano menor, un niño de cinco años, empezó a hablar de un amigo imaginario que lo invitaba a jugar en el altillo. “Se llama Tete”, decía con una sonrisa que me hacía estremecer. Cada vez que lo veía sentado en la escalera, murmurando con alguien invisible, una inquietud me invadía. Aunque mi curiosidad me incitaba a investigar.
Una negra y silenciosa noche, mientras me esforzaba por completar mis tareas, escuché un sonido perturbador a lo lejos. Una pelota rebotando en el altillo, una y otra vez. Mi corazón se aceleró en mi pecho como un tambor de guerra. Pero al fijar la vista en la puerta del altillo, noté con horror que estaba cerrada herméticamente. ¿Quién, entonces, jugaba allí arriba? El sonido continuó sin descanso, como si una fuerza maligna estuviera sosteniendo la pelota y lanzándola implacablemente contra la pared desvencijada.
—¡Mamá! —grité—. La pelota está jugando sola en el altillo.
Sus ojos se entrecerraron en una mirada escéptica mientras ella me instaba a ignorar el sonido, pero el eco del rebote resonaba cada vez más fuerte dentro de los muros de la casa. Cada golpe parecía traer consigo una nueva ola de despertares, como si algo oscuro y antiguo estuviera siendo llamado a la vida con cada impacto. Mis manos temblaban ligeramente mientras seguía el ritmo inquietante, preguntándome qué podía estar causando tal perturbación en un lugar que se suponía seguro y tranquilo.
A la mañana siguiente, tras una noche de insomnio agónico, decidí que era hora de enfrentar mis temores. Subí con paso firme por las escaleras, sintiendo cómo cada peldaño crujía amenazante bajo mi peso. La puerta del altillo estaba ligeramente entreabierta, y un viento gélido me golpeó en el rostro al acercarme. Con cautela, abrí la puerta por completo, solo para ser recibido por un silencio sepulcral que hizo resonar mis oídos.
Las habitaciones estaban sumidas en un silencio vacío, pero no podía sacudirme la sensación de que había una presencia allí conmigo. Me invadía una extraña inquietud al recordar las advertencias de mi madre sobre el Tete, un fantasma que ella misma había escuchado en las historias de su infancia. “No subas al altillo”, decía ella con tono preocupado, “no te acerques al Tete”. Sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo al imaginar los terrores que se escondían tras aquel nombre misterioso y prohibido. ¿Qué me esperaba si osaba desafiar las advertencias de mi madre y adentrarme en ese lugar oscuro y siniestro? La sola idea me hacía temblar.
Sin embargo, mi intriga me llevó a explorar más. En un rincón de la habitación, vi una pequeña puerta que nunca había notado antes. Con manos temblorosas, la abrí, y allí estaba. La pelota, polvorienta y olvidada, como si hubiera estado esperando mi regreso.
Un terror incontrolable me invadió en ese momento. Desde entonces, la pelota maldita empezó a aparecer en lugares imposibles, siempre acompañada por risas infantiles que no podían ser de mi hermano. Incluso mis tíos, quienes nos visitaron unas semanas después, escucharon el eco siniestro de la pelota rebotando durante la noche y huyeron llenos de pánico, dejando atrás la sensación incómoda que la casa les provocaba.
Los años pasaron, y el Tete se volvió parte de nuestra vida, un espíritu que parecía disfrutar de nuestras travesuras. Pero una noche, todo cambió. Mi padre, un hombre de ciencia que nunca creyó en fantasmas, se quedó blanco como la nieve mientras pasaba por la galería. “Vi a un hombre de negro sentado en una de las habitaciones”, dijo, temblando. Su voz traía consigo un aura de verdad que no podía ignorar.
La presión en mi pecho, los susurros en la oscuridad, y esa sensación de ser observado se intensificaron. Nadie estaba a salvo de Tete. La última vez que escuché la pelota rebotar, ocurrió en la noche más oscura de todas. Me quedé paralizado, sintiendo la respiración helada en mi cuello mientras una fuerza invisible me empujaba hacia la puerta del altillo.
Y entonces, el entendimiento llegó de golpe como un rayo. No era simplemente un juego inocente, sino una presencia siniestra que había estado allí todo el tiempo, alimentándose de nuestro miedo y esperando pacientemente el momento adecuado para revelarse. La casa, que solía ser nuestro refugio y hogar de innumerables recuerdos felices, ahora se había transformado en una prisión tenebrosa habitada por sombras amenazantes.
Hoy, al recordar aquellos tiempos, me doy cuenta de que el Tete nunca se fue. La casa fue vendida, pero el eco de la pelota resonará por siempre en mi mente, recordándome que hay fuerzas que van más allá de nuestra comprensión. Y aunque intenté olvidar, sé que el Tete siempre estará esperando en la oscuridad, listo para jugar de nuevo.