Nunca supe exactamente cuándo empezó todo. Tal vez fue aquella noche en Santa Rosa, cuando escuché por primera vez el murmullo de la bruma que se deslizaba como un serpiente por las calles desiertas. Era un sonido que no encajaba con la normalidad de mis días. Una especie de susurro, como si la casa donde crecí estuviera tratando de contarme un secreto.
La casa, esa vieja construcción de madera y ladrillos desgastados, había estado vacía durante años. Mis padres se mudaron a la ciudad, dejándome a mí con esos ecos del pasado. Acepté la soledad, buscando consuelo en la familiaridad de las paredes que, en algún momento, fueron testigos de risas y juegos infantiles. Pero la soledad pronto se tornó en inquietud.
Una noche, mientras trataba de dormir, me despertó un golpe sordo. Provenía del desván. Una parte de mí sabía que no debía investigar, pero la curiosidad me llevó a vestirme y subir las escaleras crujientes. Cada paso resonaba en el silencio, como un tambor que anunciaba mi llegada a un lugar olvidado por el tiempo.
Al llegar al desván, la penumbra era densa. Saqué mi teléfono, iluminando la habitación con su luz tenue. Allí, entre cajas polvorientas y viejas fotografías, encontré un espejo cubierto por una sábana. Me acerqué con cautela y, al quitar la tela, un escalofrío recorrió mi espalda. Reflejado en el cristal había una figura detrás de mí, una sombra alargada con ojos vacíos que me observaban.
Me giré rápidamente, pero no había nada. Solo el eco de mi propia respiración resonando en la oscuridad. El aire se tornó pesado, y un susurro se coló en mis oídos: “Devuélveme”. No entendía qué quería decir, pero sentí cómo mi corazón latía con fuerza. La sensación de ser observado se intensificó, como si la casa misma estuviera viva, reclamando algo que le pertenecía.
Decidí salir, pero la puerta del desván se cerró de golpe tras de mí, como si una mano invisible la empujara. El miedo se apoderó de mí. Golpeé la puerta, gritando, mientras la sombra del espejo parecía alargarse, extendiéndose hacia mí, como si buscara atraparme en su abrazo helado.
Finalmente, logré abrir la puerta y corrí escaleras abajo, sin atreverme a mirar atrás. La luz de la luna se filtraba por la ventana, iluminando el pasillo, y en ese instante comprendí que había algo más en esta casa, algo que no quería que me fuera.
Los días siguientes fueron un tormento. Cada noche, el susurro se hacía más fuerte y los golpes más insistentes. Las sombras parecían cobrar vida, danzando en las esquinas de mi visión. Mis amigos, al escuchar mis relatos, se reían, pensando que era solo mi imaginación. Pero yo sabía que algo estaba mal, que la casa me estaba reclamando.
Una noche, decidí enfrentar mis miedos. Armado con una linterna y el valor que me quedaba, subí de nuevo al desván. El espejo me esperaba, brillando con una luz propia. Me acerqué, sintiendo la presión de la sombra detrás de mí. “¿Qué quieres?” grité, mi voz resonando en el silencio.
Entonces, el espejo empezó a distorsionarse. La figura apareció nuevamente, pero esta vez no era solo una sombra. Era una mujer, con una expresión de tristeza profunda. “Devuélveme”, repitió, y en sus ojos vi el reflejo de mi propia desesperación. El miedo se convirtió en compasión, y comprendí que no solo quería regresar; necesitaba ser liberada.
Con ese pensamiento, di un paso atrás. La sombra se abalanzó sobre mí, pero en vez de sentir terror, sentí una extraña paz. “Te dejaré ir”, susurré, y en un instante, el espejo estalló en mil pedazos, dejando una luz brillante que llenó el desván.
Desperté en mi cama, como si todo hubiera sido un sueño. Pero al mirar por la ventana, vi que la casa había cambiado. Las sombras ya no estaban, y un silencio reconfortante llenaba el aire. Sin embargo, en lo profundo de mi ser, sabía que nunca podría escapar del peso de lo que había sucedido. Aquella noche, algo de mí había quedado atrapado en aquel desván, donde la bruma susurraba secretos de un pasado olvidado.
Y con cada paso que daba, sentía que, en algún lugar, la casa aún me observaba, esperando a que regresara.