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La Casa De Los Recuerdos

Todo comenzó en la casa de mis abuelos, una monstruosidad hecha de ladrillos y recuerdos que se alzaba imponente en un terreno cubierto por la bruma del tiempo. Mis abuelos, inmigrantes italianos, construyeron aquel refugio en lo que antes era solo campo, pero pronto se convirtió en un laberinto de terrores.

Mi madre, la más joven de cinco hermanos, solía compartir conmigo historias que parecían sacadas directamente de una pesadilla. Recuerdo una noche en particular, cuando ella estaba acurrucada en su cama bajo la tenue luz de un flexo, dos manos frías y alargadas emergieron de las sombras debajo de su cama y la arrastraron hacia el abismo. Aterrorizada, se lanzó a huir, pero no había nada allí en el suelo. Sin embargo, aquella experiencia sembró una semilla de miedo que creció rápidamente en nuestras mentes. Con los años, mi tío comenzó a ver a un gaucho con un sombrero paseando por la casa como si fuera el guardián de secretos oscuros que nadie debería conocer jamás. Yo nunca creí en esas historias hasta que me di cuenta de que no estaba solo. La casa era un nido de sombras que se alimentaba de nuestros temores e inseguridades.

Cuando nos mudamos al entrepiso, la atmósfera se volvió aún más opresiva. Las luces parpadeaban sin cesar, los objetos desaparecían misteriosamente y siempre sentíamos esa sensación perturbadora de estar siendo observados. Recuerdo una noche en particular, estaba solo en mi habitación con la puerta cerrada cuando un escalofrío glacial recorrió mi espalda. Sentí un aliento helado en mi nuca, como si alguien estuviera susurrándome algo al oído. Me quedé paralizado. Luego, la puerta comenzó a golpearse de manera insistente y burlona. “¿Eres tú, mamá?” le escribí rápidamente en mi teléfono, pero no recibí respuesta alguna.

De repente, la puerta se abrió con un crujido que resonó en mis huesos. Mi madre apareció ante mí, con una mirada entre preocupada e incrédula. En ese momento, todo lo que había guardado dentro de mí por tanto tiempo salió a la luz. Le conté sobre las sombras, el gaucho y la mano que me había robado la paz mental. Ella me miró con unos ojos que parecían ver más allá de lo que yo podía comprender. “Siempre supe que había algo aquí”, me dijo en un tono sombrío. Y fue entonces cuando entendí que el horror no solo residía en las sombras de aquella casa, sino en nuestra propia historia familiar.

Mi tía había luchado durante años contra sus propios demonios internos. Cuando finalmente cayó en una espiral de locura, mi madre desesperada acudió a un brujo para pedir ayuda. “Hay algo en esta casa que nos persigue”, le dijo con miedo en su voz. Así fue como empezamos a realizar rituales y limpiezas intentando librarnos de lo que parecía habernos marcado para siempre. Pero el mal se aferraba a nosotros como un parásito implacable. La casa nunca dejó de ser un campo de batalla constante. Finalmente, cuando logramos mudarnos, creí que todos esos horrores habían quedado atrás para siempre. Sin embargo, las sombras no desaparecen tan fácilmente. En mi nuevo hogar, la historia continuó como un eco persistente del pasado. Las luces seguían parpadeando, los susurros regresaban durante la noche y la inquietante sensación de estar siendo observado se convirtió en mi compañía constante.

Hoy, mientras escribo estas palabras, me doy cuenta de que el verdadero terror no se encontraba solo en esa casa, sino en lo que llevábamos dentro de nosotros mismos todo ese tiempo.