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Las Sombras

Déjame contarte esta historia como la viví, como si el aire mismo me susurrara que cada palabra llevaba consigo algo más que simple memoria: llevaba el peso de lo inefable.

“Voy a hacerte algunas preguntas”, me dijo , su voz perforando el silencio como una daga, mientras mis ojos, afilados y cargados de un brillo casi antinatural, se clavaban en los suyos. “Quiero que respondas con total honestidad. ¿Alguna vez has sentido algo… fuera de lo común?” La atmósfera se tensó de inmediato, tan densa que casi podía tocarse. Un silencio sepulcral cayó sobre nosotros, envolviéndonos como un sudario de incertidumbre. En el fondo de mi mente, una advertencia sutil y venenosa se alzaba: quizás no debería saber lo que está por venir.

Carlos tragó saliva, y con una mezcla de temor y resignación comenzó a desenterrar los recuerdos que parecían haberse sellado con sangre. Habló de su infancia, de cómo su familia había decidido trasladarse a Cartagena, un lugar cuya belleza costera escondía secretos oscuros. Sus padres, según contó, se habían dejado envolver por los velos de una religión oculta, un culto cuyas prácticas invocaban presencias que, por lo general, permanecen en la periferia de lo humano.

Y entonces empezó la verdadera historia.

“Las sombras”, dijo, su voz temblando ligeramente, “bailaban a nuestro alrededor como si estuvieran vivas. Y bajo el puente… siempre estaba ella. Una mujer vestida de blanco, conocida por todos como ‘la llorona’. Nadie hablaba de eso en voz alta, pero todos sabían que estaba ahí, esperando.”

Mi respiración se volvió más lenta, casi en sincronía con la tensión que emanaba de sus palabras. Su relato era una telaraña que atrapaba más que curiosidad; atrapaba nuestra cordura.

“Una noche”, continuó, y aquí su voz bajó hasta convertirse en un susurro que apenas pudo contener el temblor, “decidí llevarme un puñado de tierra de un cementerio. Era de la tumba de un niño, uno que murió de manera trágica. Decían que el aire ahí estaba cargado con el lamento de su familia, y pensé… pensé que quizás podría aliviar ese dolor.”

Mis manos se crisparon, y un escalofrío se extendió por mi espalda como un río helado. ¿Qué clase de mente habría considerado semejante acto como algo… inocuo?

“Desde entonces”, confesó, con los ojos clavados en un punto vacío de la habitación, “las noches se volvieron imposibles. Las sombras ya no eran solo sombras. Me observaban, me rodeaban. Y no estaba solo en mi tormento. Mi esposa, cuando aún éramos jóvenes y no estábamos casados, empezó a tener pesadillas. Se despertaba gritando, diciendo que una anciana de rostro marchito se inclinaba sobre nosotros mientras dormíamos.”

Las luces titilaron en ese momento, como si quisieran ser parte del relato. Un escalofrío colectivo atravesó la sala, y por un instante creí que algo más que las palabras nos estaba acechando.

“Una noche, mientras llenaba un balde de agua en el patio, la vi”, dijo, y en ese instante su voz se quebró. “En el reflejo de la ventana, había alguien detrás de mí. No podía verle el rostro, pero… lo sentí. Cuando me giré, no había nada, solo el frío y el eco de mis propios latidos.” La intensidad en su voz era casi palpable, como si el pasado estuviera reclamándolo allí mismo. Fue entonces cuando su historia tomó un giro aún más oscuro. Habló de su esposa y de un don que parecía maldición: era curandera, portadora de conocimientos antiguos y secretos susurrados por generaciones. “Ella sabía cosas que yo no podía entender”, admitió, mientras su voz bajaba, llena de reverencia y miedo. “Me dijo que había algo en nuestra casa, algo que no pertenecía a este mundo. Un eco de lo que yo había traído del cementerio.”

Los murmullos que habían comenzado a llenar la sala eran apenas suspiros atrapados en gargantas temerosas. “Una noche, me despertó de golpe. Estaba pálida, como si la misma muerte la hubiera tocado. ‘Hay algo que me llama’, dijo. Y supe, en lo más profundo de mí, que lo que habíamos provocado no iba a dejarnos tan fácilmente.”

Las sombras en la habitación parecieron cobrar vida, acercándose apenas lo suficiente para rozarnos con su gélido aliento. En ese momento, no estábamos solos. De alguna manera lo sabía. Todos lo sabíamos.

Carlos concluyó su relato con una mirada que llevaba consigo un brillo de desesperación. “Algo quería que pagáramos por lo que habíamos hecho. Y no se detendría.”

Mis ojos se movieron instintivamente hacia la puerta, buscando un escape de aquella oscuridad que parecía apoderarse de todo. Pero no había salida, al menos no inmediata. Las sombras estaban allí, observando, esperando.

Y supe, con una certeza helada, que la historia de Carlos no era solo un testimonio. Era un aviso. Una advertencia de que, a veces, abrir ciertas puertas significa aceptar que jamás podrán cerrarse por completo.